Solíamos sentarnos a mirar el mar. Solíamos estar en silencio, pero también hablar mucho, de cualquier cosa. ¿Recuerdas que solías contarme esa historia? ¿De perderte al lado de la carretera de noche por quedarte mirando las luces de los autos? Te gustaba esa sensación, la de estar en medio de la oscuridad observando cómo, repentinamente, una luz fatua señalaba la existencia de un camino.
Te gustaba avanzar persiguiendo los restos de la luz.
Cuando nos conocimos éramos niñas. Nuestros padres bebían juntos mientras nos dejaban jugando en una habitación que, en ese tiempo, nos parecía tan grande que sus rincones nos daban miedo (cuando visitamos esa casa, después de años, nos sorprendimos de lo pequeña que era en realidad). Me acuerdo de que una vez nos ocultamos bajo la cama para que los adultos creyeran que nos habíamos fugado (fue la primera vez que nos dimos la mano). Estuvimos así durante horas, hasta que nos aburrimos, porque jamás se dieron cuenta; nunca fueron conscientes de que estábamos perdidas.
A veces mirabas por la ventana de esa habitación, como si a lo lejos, por encima de la línea del horizonte, hubiera algo, aunque yo nunca viera nada. Esa mirada, tan fija, tan anhelante, nunca se me olvidó.
Al crecer nos fuimos distanciando, sobre todo cuando tus padres decidieron cambiarte al colegio católico ubicado al otro lado de la ciudad (odiaba ese lugar; siempre sus alumnos nos miraban en menos). Sin embargo, aunque casi no nos veíamos, cada cierto tiempo nos juntábamos y nos quedábamos, como siempre, mirando el mar. Te apoyabas en mi hombro y te mantenías en silencio hasta que llegaba la noche y se prendían las luces de los botes y las embarcaciones. En esos momentos entrabas en trance. Te alejabas de tu cuerpo. En cierta manera, llegabas a la plenitud, a la felicidad que todos anhelamos. Luego, volvías al mundo, al tedio.
Cuando te dije la verdad, me miraste asombrada. En el centro de cada uno de tus ojos pude dilucidar que siempre nos pensaste como hermanas. No solo no te veo de esa manera, sino que no te puedo ver de esa manera, me respondiste con un poco de frialdad, aunque después me abrazaste. Luego me dijiste que estabas enamorada de alguien, de un hombre, un estudiante de la otra sede de tu colegio. Yo, al escuchar eso, me limité a mirar el mar. Creo que por primera vez entendí tu obsesión por contemplar la parsimonia del movimiento del agua.
Hoy día puedo aceptar el hecho de que, aunque tú no me pudieras amar, yo nunca dejé de amarte.
Recuerdo que un tiempo después me lo presentaste: él tenía una mirada misteriosa y triste, y parecía quererte mucho. Cuando hablé con él, no fue como pensé en un principio; no sentí rechazo, sino que estaba frente a un animal herido, indefenso. En cierta manera, me sentí frente a un igual.
Una vez tu pareja me dijo que sabía que lo que teníamos nosotras era especial, que su intención no era interferir. Dijo que éramos afortunadas de tenernos y que pensaba que algún día los tres podríamos formar un lazo inquebrantable, que los tres podríamos protegernos de cualquier cosa que nos quisiera hacer el mundo, de cualquier cosa que esas manos, que esas miradas, intentaran hacer con nuestro interior.
En ese momento no sabíamos que cualquier tipo de defensa era imposible.
¿Recuerdas lo que me contaste de ese colegio? Que el director, un sacerdote que solía mirarte con lascivia, al enterarse de que tenías novio, amenazó con expulsarte; que dijo que tu único deber era estudiar. Me contaste, con la voz quebrada, que tuviste miedo porque te llevó a su oficina y cerró la puerta con llave y, aunque solo te regañó, pensaste que podía suceder algo peor y nadie se enteraría. Dijiste que sus ojos te asustaban, que no eran normales, que había algo extraño en ellos.
Un poco después tu novio terminó contigo, al parecer también tras haber sido amenazado, ya que no pudo explicar bien el motivo. Así que de nuevo quedamos solo las dos, juntas, compartiendo nuestra soledad, como siempre había sido.
Cuando supe lo que te pasó, casi quedé sin respiración. Tu padre me dejó un mensaje que decía que no aparecías desde hacía días, que si yo sabía algo de ti. Ni tu familia ni tus amigos conocíamos tu paradero. Desapareciste. Después vino la desesperación total, la búsqueda, los noticiarios, y la nada, la inmensa nada recorriendo cualquier cosa que mirasen mis ojos. La nada asumiendo mi forma y la de todos. La nada como resumen de la humanidad.
Hasta que te encontraron en el río. Es extraño, pero solo en ese momento sentí que una parte de mi interior se marchitaba, se pudría, se incineraba y desaparecía. Te podría haber buscado toda mi vida; en cambio, al saber la verdad, me di cuenta de que carecía de propósito, que ya todo me daba igual. Además, no dejaba de recordar ciertas imágenes de cuando éramos niñas, como la vez que ataste con un hilo nuestros dedos anulares, pensando que así sería más difícil que los adultos nos separaran.
Recuerdo que tu exnovio miraba de lejos la ceremonia, como si tuviera miedo de acercarse, como si temiera que, al encontrarse frente a tu tumba, no pudiera despegarse de ella. Creo que te hubieras sorprendido al ver la reacción de tu padre. Atravesaba el pueblo como un fantasma, pálido, como si su rostro fuera incapaz de sostener una sonrisa. En el funeral no lloró: era como si lo que le sucedía no pudiera salir de su cuerpo, como si se hubiera apoderado por completo de él. Tu madre, en cambio, lloró todo el tiempo. Ninguno se refirió al modo en que dejaste este mundo; se notaba su resignación. Yo en verdad nunca creí lo del suicidio, sobre todo después de escucharlo hablar en el entierro, sobre todo después de ver sus ojos.
El mismo sacerdote de quien me contaste que te miraba con lascivia y que, además, te amenazó con expulsarte si continuabas tu relación pronunció un discurso, abrazó a tus cercanos y consoló a tu familia. Él dijo, frente a todos, que siempre te consideró una alumna destacada, que te tuvo en alta estima. También afirmó que se conocían bien, que muchas veces hablaste con él en confesión, que le abriste tu corazón y que te ayudó a encontrar paz a través de la fe. Su boca intentaba conmover a la gente, pero sus ojos parecían tener vida independiente, o, mejor dicho, parecían guarecer algo contrario a la vida. Esos ojos, en su iris, contenían a la muerte.
Todos los estudiantes de la zona habíamos escuchado rumores sobre el sacerdote director del colegio católico, acerca de que salía de noche en su auto a espiar a los alumnos, sobre gente que se había subido para que los llevara a casa y que después terminó no solo cambiándose de colegio, sino también de región. Sin embargo, hasta el día de hoy nadie se atreve a hablar mal de él en público, como si no solo hubiera miedo a su persona, sino también una sospecha, una intuición profunda sobre la naturaleza del más allá: en el infierno probablemente nos atormentarán unos ojos similares a los suyos.
Al final se instaló la tesis de tu suicidio, por lo que nadie hizo nada. A veces me cruzo con ese sacerdote en la calle; incluso una vez me tocó el hombro (sentí un frío horrible) y me dijo que esperaba que fuera alguna vez a confesión, que estaba para lo que necesitara. Luego trató de darme dinero, pero le dije que no era necesario. Caminé lo más rápido que pude mientras mis ojos derramaban lágrimas. Caminé hasta el mar y me detuve, porque te sentí. En la brisa marina sentí tu presencia y ya no había razón para seguir huyendo.
Lo único que hago ahora que no estás es ir sola a la playa y sentarme donde solíamos estar; donde, a veces, me abrazabas. Y miro el mar. Es la única tranquilidad a la que puedo aspirar. Esto será mi vida al final de cuentas: buscar sentir tu presencia, que es equivalente a tu ausencia.
El otro día me quedé dormida en la playa y soñé contigo; soñé que me acariciabas el rostro y que decías que pronto estaríamos juntas, que en el fondo siempre sentiste lo mismo que yo. Luego desperté y sentí impotencia. Abrir los ojos se ha convertido en la conciencia de que estoy encerrada en todas partes, de que no existe salida.
Ya no sé qué hacer con mi vida, estoy cansada. Creo que lo único que me queda en este mundo es el mar: es mirarlo hasta perderme en su oleaje, hasta que la brisa y el ruido de los pájaros me liberen de mis pensamientos, hasta sentir que no estoy aquí, que estoy en otro lugar; hasta sentir que crucé la frontera hacia el otro lado, hacia esa playa donde sé que me estás esperando, en donde me volverás a abrazar y juntas nos volveremos parte de la eternidad.
(Santiago de Chile, 1989) es licenciado en Lingüística y Literatura con mención en Literatura por la Universidad de Chile y profesor de Lenguaje y Comunicación por la Universidad Católica, donde recibió el Premio Facultad de Educación UC 2020. También posee un Magíster en Letras de la misma institución.
Es autor del poemario El rostro que brota de la herida (Aguja Literaria, 2023), la novela El punto de no retorno (Editorial Camino, 2021) y el plaquette de poesía Necrovida (PorlasMías Ediciones, 2021). Ha sido reconocido con varios premios literarios, incluyendo el primer lugar en poesía en el VII Concurso Literario del Cementerio Metropolitano (2022), el primer lugar en el VI Concurso de Cuento Corto de Vitacura (2022), el segundo lugar en el I Concurso de Creación Literaria Cuentearte de la Biblioteca Viva (2018) y una mención honrosa en el I Concurso de Narrativas y Visuales de la Memoria de la Comisión de Memoria y DDHH de la Universidad de Chile (2019).