After the Storm

#cuento

Sin Sentido

Byron Eastman

Estoy sentado en una tienda de barrio, en un estado casi vegetativo, sin pensamientos propios, como si alguien escribiera en mi cerebro lo que debo pensar. Estoy rodeado de noche por todas partes, como un náufrago de la noche. No un náufrago de esos que amanecen desparramados en las calles, durmientes o inconscientes, vencidos por las drogas y el alcohol, sino un náufrago de la mente, atrapado en su propia deriva. Estoy aquí, simplemente, elucubrando conmigo mismo, pensando en cualquier cosa para evitar morir el día menos pensado.
La aridez de mi garganta me trajo hasta esta tienducha, donde, en lugar de agua, pedí una cerveza. La imaginé como en los comerciales: gotas deslizándose por el vidrio dorado, haciéndola más tentadora, casi erótica. Me aferro a ella como a unos labios, buscando extraer el placer que imagino y deseo. Las burbujas le hacen el amor a mi garganta, hasta llevarla al éxtasis. Un maremágnum de sensaciones me invade (no sé qué significa exactamente esa palabra, pero suena poderosa para describirlo).
Pero hay otro órgano celoso, urgido de placer: el estómago. Esculco en mis bolsillos vacíos en busca de algo que aplacara la disputa orgánica interna. Solo tres monedas solitarias aguardan su transformación, porque el dinero no se acaba, solo cambia de forma. Examino mis opciones y descubro que apenas alcanza para una empanada de papa. Se miran, se atraen, y en un acto de magia, las monedas se convierten en un bocado caliente y grasoso.
Quienes lean lo que el escritor en mi cabeza dicta pensarán que esto carece de emoción, que no hay suspenso. Y es cierto. ¿Qué suspenso puede haber en un ser solitario, insignificante, por debajo del promedio de la humanidad, tomando cerveza con empanada en medio de la noche?
Algo debe suceder. Algo o alguien tiene que irrumpir en esta monotonía para romper el letargo de un mediocre. O de menos que un mediocre: de un don nadie. No merezco el don, es demasiado. De un nada de nada.
Viene a mi mente un recuerdo, un episodio de insensatez o insensibilidad, no sé cómo llamarlo. Tal vez la única vez que me enamoré. Lo titularía Sobre ruedas.
Fue por teléfono. Una llamada equivocada trajo a mis oídos la voz más cálida, melodiosa y sensual que jamás había escuchado. Era joven, mis hormonas vivían en estado de alerta, y el timbre de su voz me hizo desear convertirme en el desconocido que buscaba. Sonaron todas las alarmas de mi libido.
Ese día, la conversación entró en lo que llamaría un erotismo vainilla y logró conquistarme al punto del enamoramiento al primer timbrazo. Durante seis meses convertimos el teléfono en una línea caliente, un juego de erotismo y deseo sin rostros. El inicio de lo que posteriormente se llamaría sexo virtual. Hasta que, un día, accedió a que nos conociéramos, después de mucho insistirle porque me decía no estar preparada para nuestro encuentro.
Su casa estaba en una vereda de Copacabana, lejos de la ciudad. Llegué media hora antes. Me recibió su padre, quien me dijo que me esperaban con entusiasmo. Me extrañó su comentario. Me ofreció aguardiente mientras “la niña” se arreglaba. “Usted sabe cómo son las mujeres de demoradas”, comentó con complicidad.
Cuando fui al baño, que se encontraba al final de la casa, y al recorrer por un largo corredor ajedrezado de baldosas rojas y amarillas, pasé por una habitación con una cama vestida de blanco inmaculado y una rosa roja en el centro, como un altar. Poco después llegaron la madre, el hermano y la abuela, todos sonrientes, hospitalarios. Me ofrecieron chicharrón, patacones y más aguardiente. Sentía que algo no encajaba, pero la expectativa me mantenía atrapado. Yo solo imaginaba cómo sería el cuerpo que acompañaría a esa sensual voz. Me repetían que “la niña no demora en llegar”.
Cuarenta y cinco minutos después, cuando ya estaba lo suficientemente embriagado como para mitigar los nervios, apareció ella. Y me petrifiqué. Venía en una silla de ruedas.
El silencio se hizo denso. Ella me miró con un gesto entre sorpresa y tristeza. Tartamudeé mientras me ponía de pie, tomé su mano y logré balbucear: “Mucho gusto, eres… eres muy hermosa”. Sonrió, nerviosa, y el ambiente se distendió.
La acomodaron a mi lado. Era realmente hermosa, con una sonrisa resplandeciente, ojos vivaces y un escote pronunciado que resaltaba su piel blanquísima. Me dijeron que todo estaba listo para que me quedara, porque después de las seis ya no había transporte.
No sabía si huir o quedarme. Mi película erótica se estaba convirtiendo en una comedia negra o en una historia de terror. Cerré los ojos y escuché su voz sin la interferencia de la silla. Entonces tomé una decisión: pedí más licor y lo pagué yo. Había que celebrar.
Cuando estuve lo suficientemente borracho, acepté ir con ella al cuarto de la cama blanca. Todo parecía preparado para un sacrificio. En la mesa de noche, una estatua de San Antonio con una vela encendida. Le puse una condición: apagar la luz y no dejar de hablarme como lo hacía por teléfono.
Ese recuerdo parece un chiste, pero no lo es. El escritor de mi vida me ha diseñado como el protagonista de la insensibilidad, alguien a quien nada lo conmueve.
Vuelvo a la tienda. En medio de la noche, sin emoción alguna, veo venir un motociclista en contravía, sin casco, cruzando la calle sin mirar. Un hueco interrumpe la monotonía del asfalto. La llanta delantera cae en él, el conductor pierde el control y sale despedido. Su cabeza se da contra el mundo con un crujido seco de huesos rotos. El estrépito rompe la quietud de la noche como una piedra en un estanque.
La calle solitaria permanece sola. La noche silenciosa se congela en ese estado, como en una fotografía. Nadie sale por las ventanas. Yo, único testigo, permanezco inmóvil. Siento la presión de los valores inculcados por la sociedad luchando contra mi inercia. La religión contra la física. El escritor de mis pensamientos no hace nada, no propone nada, para hacer de este personaje el rey de la mediocridad y de la indiferencia.
Casi puedo oír el correr de su sangre, el murmullo de sus venas vaciándose. Me invade una curiosidad morbosa: quiero ver cuánto le queda de vida. De esa vida que está bajo mi control o, mejor, en mi falta de control. ¿Y si lo conozco? ¿Y si no? ¿Qué puedo perder?
El tendero sigue absorto en su telenovela, en una actitud más estúpida que la mía. Me acerco. La escena es grotesca. Pienso que realmente, como decía el borracho, no somos nada. El tipo, hace unos minutos, era. Ahora ya no es. Pero sigue siendo otra cosa. Nada desaparece, todo se transforma. Como el dinero. “La energía ni se crea ni se destruye, sino que se transforma”, como lo dijera Einstein seguramente en un estado de desocupación peor que el mío. Aquí está la muestra evidente. El hombre de la moto transformado en una masa que se desangra y pronto será cadáver, alimento de gusanos. No me atrevo a tocarlo, ni a mirarlo, podría ser alguien desconocido, o, por el contrario, muy conocido. Creo que no hay más alternativas.
Miro alrededor para ver si el barrio ha salido de su letargo, de su adormecimiento. Nada ni nadie se mueve. Pareciera que estuviéramos en el toque de queda de una pandemia o yo estuviera en un episodio de Dimensión desconocida. Por un momento, siento el palpitar de mi corazón, porque en la noche no había sentido emoción alguna. Me inclino para ver su rostro. Su cabeza ha quedado en una posición antinatural. Con la servilleta que aún conservo de la empanada, le limpio un poco la cara, para eliminar la sangre que la cubre toda, que le borra las facciones. “Señales particulares: ninguna”. Es extraña la sensación que tengo, a medida que limpio su frente, sus ojos, su nariz, su boca, similares a los míos, es como si me estuviera mirando en un espejo y que estoy limpiando porque está empañado. Me mira con mis mismos ojos.

Byron Eastman

(Antioquia, Colombia) es Ingeniero Químico egresado de la Universidad de Antioquia, especializado en Alta Gerencia por la misma institución, diplomado en Logística de la Universidad EAFIT y bilingüe por el University Language Institute de Oklahoma. Posee formación como técnico medio en Artes Dramáticas de la Escuela Popular de Artes y actualmente cursa el Taller de Escritura de la Biblioteca Pública Piloto. Ha publicado numerosos cuentos, entre ellos: Un entierro pequeño para una mamá grande (Página Biblioteca Pública Piloto, 2020), Héroe callejero (Antología Trabajos de taller, Biblioteca Pública Piloto, 2021), Negro casi azul (Finalista Medellín en 100 palabras, 2021), Luz al final del Túnel (blog fiestas de San Fermín, 2022), La paz (sección cuentos y relatos, YouTube, Rincón Poético), Déjà vu (Antología 99+1, Nueve Editores, 2024), Sueños Inolvidables (página Palabra herida, 2024), Ligero problema de espacio (Antología Confesiones a la deriva, tomo I, Palabra Herida, 2024), Voy a Marte por siempre (Antología Cenizas del mañana, Palabra herida, 2024), El comienzo del fin (Antología Verdades de papel, Palabra herida, 2024), Círculo vicioso (Antología Tierra de oro y esmeraldas, Palabra herida, 2024), Extraño mi hogar (Antología Vidas que inspiran: Nuevas narrativas del drama latinoamericano V2, Amazon, Factor Literario, 2024), El hacha (Revista Croparamas, 2024), Cuento sin suerte (Antología Grietas de la conciencia II, Palabra herida, 2024), Sacristán (VI concurso de microrrelatos, Círculo creativo, 2024), Desconcierto (Antología De la infancia, la muerte y otras soledades, Biblioteca Pública Piloto, 2025) y Sal si puedes (Antología A 40 años del cierre de la cárcel de Gorgona, 2025).

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