After the Storm

#cuento

La huella

Eduardo Barragán Ardissino

Apenas puedo creer que un simple descuido haya terminado en esto. Perdí a mi mejor amigo, y mis antiguos padres aún están destrozados; no han logrado superar la muerte de su hijo. Ellos realmente no me importan mucho. Me siento mal por ellos, pero nada más. El recuerdo de Gonzalo es lo que en verdad me entristece.

Guardo con mucho cariño en mi memoria el día en que nos conocimos. Él y sus padres acababan de mudarse a esa pequeña cabaña ubicada en la cumbre del monte, junto al bosque. Yo había salido a jugar, como todas las tardes, y en ese momento estaba volviendo a mi casa, ya que la llegada del atardecer me indicó que era la hora. Me sorprendió ver gente en aquella vivienda que siempre estaba deshabitada, así que me acerqué más de lo usual.

No vivían otros niños en los alrededores, por lo que me alegré al ver que las personas que habitarían ese sitio eran una pareja y su hijo. Sus padres estaban ocupados, y él se había alejado de ellos, así que fui a saludarlo.

—Hola, ¿van a vivir acá ahora? —saludé con mi mejor sonrisa.

—Sí, mis papás, mi hermanita y yo —respondió alegre, al haber encontrado un niño de su edad sin siquiera haberlo buscado—. Me llamo Gonzalo, ¿y vos?

—Jeremías.

Solo fueron necesarios cinco minutos para que nos convirtiéramos en mejores amigos. A partir de ese día, cuando no debíamos ayudar a nuestros padres cortando leña, o con alguna otra tarea, jugábamos los dos juntos. Gonza no demoró ni un día en admitir que mi elocución le sorprendía, pues constantemente me expresaba de forma elegante y con palabras que él consideraba extrañas.

—Es que quiero ser un liróforo cuando sea grande —le expliqué a mi amigo—. En otras palabras, un poeta. Por eso leo libros de poesía, y busco palabras poco comunes en el diccionario.

—Ah, ya entiendo —me contestó él—. Yo quiero ser explorador.

No es por presumir, pero eso yo ya lo sabía. Deduje por mi cuenta lo que le apasionaba a Gonzalo. No fue precisamente una epifanía, ya que constantemente quería jugar a explorar en el bosque. Era una de nuestras actividades favoritas.

—Hay varias historias sobre criaturas raras que se esconden en bosques como este —me dijo una vez—. Mi papá ya me contó algunas.

—El mío también.

También nos encantaba nadar en el río. Al no haber ninguna niña en los alrededores (salvo por la hermanita bebé de Gonzalo), podíamos jugar en el agua sin temor a que alguna pudiera vernos desnudos, y lo aprovechábamos al máximo.

Sí, fueron unas excelentes semanas. Cada día era un divertido conjunto de travesías para nosotros. Pero, entonces, aquel terrible día llegó: el día en que Gonzalo encontró un rastro que dejé la noche anterior. En un imperdonable descuido mío, no lo cubrí.

Se trataba de una huella que dejé usando mi verdadero cuerpo. Se puede decir que la nostalgia también fue responsable de lo que ocurrió. De vez en cuando siento la necesidad de abandonar el cuerpo de Jeremías y regresar a la cueva en la que vivía hasta que él me encontró, y por supuesto que lo hago. Sin embargo, llevo a cabo esta tarea únicamente en las noches, ya que así puedo ocultarme con facilidad gracias a mis habilidades de camuflaje. Nunca había dejado ni un solo rastro, y nadie me había descubierto, hasta ese momento.

—Ya, no estés de gaznápiro con esas cosas —le dije, en un vano intento para que olvidara el asunto—. Vamos a nadar, hoy hace mucho calor.

De nada sirvieron mis insistencias, la huella lo tenía más que fascinado. Estaba seguro de haber hecho el primer gran descubrimiento de su vida de explorador.

—Es la primera vez que veo una huella como esta —afirmó.

No descansaría hasta dar con el ignoto ser, pude verlo con claridad en sus ojos. Ese día, y los siguientes, exploró todo el bosque con más minuciosidad que nunca. Claro que no lo hizo solo, lo acompañé todo el tiempo, pero sin dejar de insistirle en que abandonara esa búsqueda. Le dije una y otra vez que todo eso era una pérdida de tiempo, y que mejor debíamos volver a jugar, pero de nada sirvió. Demostrando una gran paciencia, continuó con la búsqueda de rastros. Debido a eso, eventualmente dio con mi cueva.

Ni siquiera las cosas que puse para bloquear la entrada lo detuvieron. Todo eso consiguió alejar a la poca cantidad de gente que habita los alrededores, pero no a él. Su curiosidad y deseos de aventura fueron inquebrantables, y también su perdición.

—¿Ves? Te digo que son delirios tuyos, y nada más —insistí, en un último intento de salvarlo de mí mismo—. No hay ningún animal desconocido en el bosque, ni aquí. Volvamos de una vez.

No me oyó, un descubrimiento lo distrajo.

No conseguí evitar que viera más rastros que dejé durante mis estadías en aquel lugar: más huellas, pelo, pedazos de garras, e incluso restos de pequeños animales que yo mismo maté cuando estos constituían mi único alimento.

—Hay que ir a avisarle a mi papá —exclamó con entusiasmo, y cometiendo así el último error de su vida—. Si ve todo esto, seguro que me cree.

No tuve otra alternativa. No podía permitir que más humanos fueran a mi cueva y vieran todas esas pistas de mi existencia. En el peor de los casos, me descubrirían, y en el mejor, nunca podría volver a ese lugar, porque la gente estaría más atenta a lo que ocurriera ahí. Con dolor en mi corazón, abandoné el cadáver de Jeremías, manifestándome ante mi amigo con mi verdadero cuerpo. Él apenas tuvo tiempo de asustarse, pues terminé con su vida con la mayor celeridad que pude.

Cuando esa tarea estuvo cumplida, yo ya lo había decidido: dejaría de ser Jeremías, sería Gonzalo. Su vida lucía más interesante, la que yo tenía llevaba semanas aburriéndome.

Enterré el cuerpo de Jeremías lejos de mi cueva. Sabía que, tarde o temprano, lo buscarían y lo hallarían. Luego, sin desperdiciar ni un segundo, regresé a la cueva, donde tomé posesión del cuerpo de Gonzalo, y después de esconder la entrada de mi cueva una vez más, lo mejor que pude, me dirigí a mi nuevo hogar, a mi nueva vida.

Al parecer, nadie descubrió la verdad aún.

Cuando me preguntaron si sabía algo respecto a Jere, respondí que no lo había visto desde que volvió a mi casa luego de jugar con él.

Después de días de búsqueda dieron con su cuerpo. Atribuyeron el crimen a algún maniático que se dio a la fuga, y desde entonces no ha habido novedades al respecto.

Sigo sin poder creer que un simple descuido mío haya ocasionado esto. Lo bueno es que ahora tengo nuevos padres, los cuales han demostrado ser mejores que los otros, además de una hermanita con la que puedo jugar de vez en cuando.

Ni siquiera les ha llamado la atención el nuevo interés que su hijo ha empezado a demostrar por la poesía. Probablemente lo atribuyen a la influencia de su antiguo amigo. Tal parece que no tengo nada que temer por ahora.

Ojalá pueda conseguir un nuevo mejor amigo pronto. Esta vez seré mucho más cuidadoso.

Eduardo Barragán Ardissino

Eduardo Barragán Ardissino, nacido el 3 de marzo de 1988 en Mar del Plata, Argentina, es autor de cuatro libros digitales disponibles en la app Pathbooks: Una detective desconocida, La puerta, El juego del puente y Los cíclopes araña invasores. También es autor de la novela gratuita El borde de la moneda, publicada en la página My Original Books. Sus cuentos han sido seleccionados en diversas convocatorias y se encuentran disponibles en varias plataformas de internet.

Colabora con After the Storm

Política de Privacidad – After the Storm – El Paso, Texas, EEUU / 24