After the Storm

#cuento

La historia contemporánea del zombi postmoderno

iinsomnios_

Divisé las pieles muertas; los ojos sin brillo; las fosas nasales contracturadas; los sonidos fríos.
Lo vi todo en ese conductor.

—Son diez pesos al centro, joven —profirió aquel muerto viviente con su aliento gélido y putrefacto.

Le tendí una moneda dorada, símbolo de su autoridad sobre las personas que no tenemos automóvil, y de los foráneos. Me desplacé por el camión atiborrado de otros tantos humanos sin vida, caminantes sin piernas que a duras penas andaban, medio fumigados, repletos de cafeína, tabaco o alguna otra sustancia, dependientes de estas para soportar los ardores de la vida sin vida.

Llegué a la conclusión de que no había ningún asiento. Debí haberlo supuesto antes, dado el tumulto de muertos. Me quedé de pie, inmóvil, a centímetros del nauseabundo olor a comida que emanaba de los hocicos de los caminantes. Masticaban con la boca abierta, sin el más mínimo pudor, ajenos a la repugnancia que reflejaba mi rostro. “¿A qué nivel ha degenerado la humanidad?”, me pregunté mientras acomodaba mis lentes con el índice.

So pena de fallecer de nuevo, los caminantes iban aferrados con sus manos esqueléticas a los fierros que colgaban del autobús. Centré mis esfuerzos en dejar mis pensamientos, en relajarme y esperar a mi parada, pero no pude, quizá por el incesante traqueteo del vehículo, o de los tristes lamentos de los demás, que parecían ser articulados por animales feroces, gritando obscenidades o profiriendo llanto tras lagrimear un poco.

En un instante noté la calle.

—¡Bajan! —rugí con fiereza para que el chofer me escuchara.

—Aquí no es parada —fue lo que obtuve de respuesta.

Bajé del camión en la parada, no sin antes darle su ración de insultos al chofer, como si no fuera a verlo nunca más, como si fuera solo un animalito que se equivocó. Me vi obligado a caminar unos cientos de metros para poder llegar al lugar, que no era nada más que un simple callejón, en los suburbios de una ciudad plagada de infectados de resignis. Tomaría unos documentos y los entregaría, no sabía a quién, ni siquiera por qué, solo en dónde y cuándo.

El fallecido que me entregó los documentos era, en toda la extensión de la palabra, un pelón. No se limitaba a eso, era el estereotipo de pandillero perfecto. Alto, fornido, esquelético, vestido de cuero, imponía respeto con su sola presencia. Parecía salir de una condena de prisión de veinte años, con los tatuajes que eso implicaba. Sus huesos visibles demostraban que llevaba años de estar muerto en vida.

—¿Germán? —preguntó con una voz chillona y aguda, aunque con cierto recelo.

—Claro —respondí. Estuve a milímetros de reírme por su voz, lo que probablemente hubiera acarreado muchísimos golpes en mi ya de por sí turbada cabeza.

Me entregó un folder amarillo, enredado con hilo como única protección para evitar que yo supiera de qué informaba. El caminante se retiró, no sin antes advertirme de no revisar los documentos. Ya estaba acostumbrado, era un trabajo simple, no necesitaba saber qué tenía que entregar. Me pagan por entregar, no por preguntar.

Amenicé mi cabeza con la idea del dinero que conseguiría. Algo mayor a lo normal en un trabajo tan simple, pero que decidí no cuestionar. Me adentré a los barrios bajos, dominados por la violencia entre muertos vivos, característica principal del virus resignis, que ya había contagiado a la mayor parte de la humanidad.

En ese momento contraje gran curiosidad por las hojas. Me consolé con una pequeña revisión, cosa que nunca había hecho. Me asombré del contenido: eran solo nombres y ubicaciones, aunque muchísimos más de los que creía. Conté alrededor de diez mil. Era la lista de contagiados por resignis, deduje tras revisar que no había nadie sano en esas páginas. Entre tantos leí el de algunos familiares y de mi vecino, aunque me entró aún más duda y busqué el mío. Más me habría valido no hacerlo, porque lo encontré.

¿Yo estaba contagiado? Era imposible, nunca había atacado a nadie, nunca había sido diagnosticado… Me consumía la angustia. Resignis llevaba ya unas décadas vagando por el mundo, entonces cualquier infectado tendría los brazos sin carne, desgarrados, al igual que el resto de su cuerpo. Me convencí de que era un error, yo no estaba infectado, aunque era cierto que los enfermos no podían reconocer que lo estaban. No quise comprobarlo revisando mi cuerpo. En caso de no tener piel, definitivamente era un muerto más.

Seguí caminando, con la alerta cerebral al máximo. Mis ideas se arremolinaban como nubes de lluvia sobre un matorral, dispuestas a quemar hasta el último cultivo. ¿Qué tal si estaba infectado y me negaba a saberlo? ¿Qué tal si no era uno de los afortunados inmunes, ganador de la lotería genética? Mi idea desde que supe de resignis fue que yo era inmune, dado que en una encuesta online afirmaba que yo no expiraba la feromona que los contagiados olían para atacar, por eso los infectados no me notaban.

Aceleré el paso, incapaz de mirar mis brazos, en los cuales sentía un hormigueo abisal.

Recapitulé mi vida, instante a instante, en búsqueda de algunos síntomas de resignis que haya pasado por alto. El más notorio era la apatía ante todo, la indiferencia ante la tragedia y la comedia. Yo siempre fui una persona extrovertida, alegre y cómica, hasta que resignis llegó a la ciudad. Me justifiqué, no estaba contagiado, solo que el estar expuesto a tanta tragedia me insensibilizó. Otro síntoma era la paranoia. Yo no era paranoico, a no ser que escuchara un ruido extraño, viera a alguien que pareciera amenazante aunque solo fuera un repartidor, o encontrara algo fuera de su lugar en casa. El último síntoma era la reanimación post-mortem. Recuerdo haber sido internado y declarado muerto, pero algún dios en su infinita misericordia me resucitó, no fue la enfermedad.

Decidí no torturarme más, y en un intento de alejar todas mis ideas me acerqué al lugar donde debía dejar la documentación. Otro callejón. La escondí debajo de un bote de basura, esperando que nadie que no fuera mi objetivo se la llevara. Un sujeto idéntico a la descripción del receptor que me habían brindado recogió el paquete. Pasó a un lado mío y me miró mientras asentía.

Noté como una hoja resbalaba del paquete, quizá por el mal envolvimiento que le di. Tomé el papel, y leí una inscripción horrorosa, que parecía estar escrita con mi sangre: “Estos son todos los infectados. Exterminarlos”. Palidecí. Mis sospechas eran ciertas. Mi sudor se enfrió de golpe. La vista se me nubló por el pánico. La asfixia me atacó por un instante. La maldita infección llegó a mí. ¡A mí! Yo, el sujeto que siempre siguió las recomendaciones, como usar cubrebocas, aunque solo en la barbilla, lavarme las manos, aunque solo después de comer, evitar el contacto humano, excepto con mis padres, amigos, tíos, sobrinos, hermanos, cuñados, compadres y primos, evitar salir de fiesta, aunque a los quince años de mi sobrina no podía faltar. Me sentí rabioso, impotente de estar en esa lista, cuando era obvio que no estaba infectado.

Le di el papel al sujeto. Me miró con una sonrisa y me agradeció.

Eso era un error. Yo sí sentía cosas, no era indiferente a los detalles. Aunque al final de cuentas, el estar vivo es una condena a muerte. ¿Qué más da morir hoy o morir mañana?

Alejé estas ideas, que clasifiqué como pensamientos intrusivos y no un claro signo de la infección. Mis extremidades comenzaron a hormiguear nuevamente. Me dirigí a casa, sin titubear, confundido de sentir el helado asfalto en mis pies, sin el cuero protector de mis zapatos. Avancé rápido, más y más rápido, hasta llegar al punto de correr. Necesitaba llegar a mi hogar, a descansar, alejarme de esas ideas. Un zumbido se colaba entre mis oídos mientras pasaba frente a un espejo, en el que no me reconocí para nada. Mi piel era verde, o quizá azul, no lo sé, pasé demasiado rápido como para diferenciar bien los colores.

Entonces la carne de mis brazos me comenzó a picar. Decidí ignorarlo, tenía que llegar YA a casa. Pero la picazón se transformó rápidamente en ardor. Me detuve un instante. Levanté mis brazos y aparté la mirada, aunque la regresé, convencido de que no había nada a lo que temerle. Entonces los vi. Una mezcla de piel podrida con huesos y tendones. Era la prueba inequívoca de que estaba infectado. Suspiré. Mis temores, los más retorcidos y oscuros, que encerré en el sótano de mi corazón, se cumplieron.

Me encerré en mi casa. Han pasado ya dos días de ese suceso. Hace unos minutos escuché los gritos de mi vecino, otro infectado, además de un olor a humo proveniente de su casa. Están quemando a los zombis, uno por uno. Estoy escuchando como forcejean con la puerta. ¡Ayuda! ¡No nos dejen morir!

iinsomnios_

(6 de septiembre de 2010, Minatitlán, Veracruz) es un autor emergente nacido en época de inundaciones que busca dar a conocer sus nuevos textos.

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