After the Storm

#cuento

Gatos

Bastet

Al principio lo consideraba un sujeto tranquilo, de esos que no joden a nadie y llevan la fiesta en paz. Una vez, me invitó a pasar a su casa para presumirme sus bonsáis. Me pareció un pasatiempo saludable, además los bonsáis estaban bien logrados. Se notaba que llevaba mucho en eso porque en algunos ejemplares se adivinaba cierta edad.

Recuerdo haber preguntado si para ellos valía también aquello de que cada anillo representa un año, a lo que me contestó que lo ignoraba y que ni loco se ponía a corroborarlo.

Era un vecino común y corriente. Lo malo es que por su afición se sobrelimitó cuando empezaron a bajar gatos a su patio. Desconozco por qué hasta el momento no incursionaba ninguno, solo sé que de buenas a primeras comenzó a quejarse de eso. Los gatos descendían por la tapia, escarbaban la tierra, cagaban y meaban y hasta mordisqueaban las ramas de los arbolitos.

A mí, en realidad, los bonsáis me daban una sensación ambigua de admiración y pena. Me parecían seres atrofiados. Hermosos, pero atrofiados, indefensos como esos en los que se convierten los suicidas en la comedia del Dante.

Él invirtió un dineral en polvos y sprays anti gatos. Probó con azufres y aerosoles cítricos, que en teoría detestan, rodeó la tapia con un tejido curvo, que en poco tiempo aprendieron a sortear, e instaló un aparato ultrasónico orientado hacia el norte. Este artefacto al principio le funcionó, me lo contó con orgullo, pero después los intrusos se aclimataron y terminaron orinando el altavoz.

—Cuando estoy yo, les pego un grito o les tiro con algo y se van. No bajan —me dijo antes de encargar otra cosa más por Internet.

Compró un sensor de movimiento que acopló a un parlante, a su vez conectado a la PC. Con eso logró que un audio con su voz asustara a los gatos cada vez que uno se movía por la tapia o bajaba a su terreno. Claro que no siempre era un gato lo que detonaba la grabación, bastaba una paloma, un gorrión o una bolsa de nylon revoleada por el viento.

Como todo, al inicio, surtió efecto, pero luego los animales se habituaron. El grito de ¡Juiiiiraaaaa gatooooo, bicho e mierda, camina cha la loraaaaaaa! se repetía sin cesar y los vecinos estábamos hartos. De hecho, para esta última instalación, no tuvo en cuenta el radio de alcance y a veces la grabación se disparaba cuando la vecina tendía la ropa muy cerca de la medianera o cuando yo cambiaba el foquito del lavadero; ni hablar de la vez que don Pepe se puso a podar el nogal que rebasaba hacia la casa. ¡Juiiiiraaaaa gatooooo, bicho e mierda, camina cha la loraaaaaaa!

Decepcionado él, molestos todos, terminó desinstalando la tecnología anti felinos para probar con algo del orden animal. Así me lo refirió una mañana. No me dio más que para imaginar que se refería a un perro. Hasta tuve la anticipación feliz de que iría por uno viejito y lo salvaría de su canil en alguna fea perrera a las orillas de la ruta.

Pero no. Lo que vino en un camión, en una caja enorme con agujeritos, fue un loro. Al parecer atesoraba la ilusión de poder enseñarle al loro a decir algo similar a: ¡Juiiiiraaaaa gatooooo, bicho e mierda, camina cha la loraaaaaaa! Sin embargo el pájaro llegó enseñado. Era hermoso y le consiguió una jaula cómoda, que más parecía un palacio, pero no logró instruirlo en nada. El loro tenía un pasado y cuando veía a un perro silbaba amistosamente, y si pasaba un gato chasqueaba la lengua. Los gatos escuchaban el chasquido afectuoso y el michi michi del loro e invadían el patio sin contemplaciones.

Una noche estaba el pobre Juan Pablo sentado en el cordón de la vereda con las manos en la cabeza. Le di un abrazo y se puso a llorar como una criatura.

—No quiero ni entrar a mi casa, no quiero ver lo que hicieron.

Le sugerí que devolviera al loro y que buscara un perro. Pero objetó que los perros rompen cosas, que el perro se aburriría y le mordisquearía los bonsáis, que sería peor el remedio que la enfermedad. No pude poner las manos en el fuego porque no fuera así, al fin y al cabo él pasaba muchas horas lejos de casa y los perros odian quedarse solos.

—No me va a quedar otra que olvidarme de los bonsáis. Pero antes voy a probar una cosa más —me juró.

Esa cosa fue un cuervo. Nunca me dijo cómo lo obtuvo. Era grandote e inspiraba respeto. Remedaba bien la voz humana, aunque tenía un timbre inquietante, como robótico. Le vino en blanco igual que un cuaderno nuevo, pero un cuaderno que se reservaba el derecho de admisión. Es decir, solo aprendía lo que quería y cuando quería y lo soltaba de manera aleatoria, no respondía a estímulos ni a directivas. Ni Pavlov habría podido con él. En una palabra, no le servía para un carajo.

Los gatos estaban entretenidos. Desfasado y sin relación alguna, muy de vez en cuando, el cuervo emitía un fuera gato o gato de mierda que divertía a los que vagaban por el lugar.

Pensé que se iba a dar por vencido. Me encontré sin consuelo que ofrecerle y nada más lo invité a tomar unos mates. Estaba descorazonado, los michis se afilaban las uñas en los arbolitos. Me contó que aún le quedaba un as bajo la manga, pero visto lo visto, no quería siquiera atreverse a cantar victoria.

—Más sube uno en sus expectativas, más grande es el golpe después —explicó.

Gastó una fortuna en otro pájaro, uno exótico que vaya a saber quién y cómo le vendió. Un auténtico y formidable ejemplar de ave lira. Los vecinos quedamos fascinados con el animal, aunque pronto descubrimos que sus sonidos no tenían regulador de volumen y que no estaba provisto de botón de apagado. Por lo demás, el ave tuvo el mismo defecto que el cuervo, no aprendía bajo demanda. Internalizaba lo que se le antojaba y parecía propensa a repetir con más frecuencia aquellos sonidos a los que pasaba más tiempo expuesta, esto es, pitidos de la pava al hervir, frenadas de vehículos, timbrazos, bocinas, ringtones, ruidos de videojuegos, soundtracks, jingles y, como no, toda la gama de maullidos.

Así siguió la cosa hasta que uno de los gatos logró colarse por una fisura de la malla del recinto del cuervo y se lo comió. La apariencia imponente del pájaro y los muchos relatos que engordaban su reputación no le sirvieron de nada para protegerlo del oportunista. A la semana de eso, alguien denunció detonación de armas de fuego en la casa del vecino. Él no había tenido en cuenta la influencia que ejercían en el ave lira las películas bélicas, donde los tanques y las metrallas suenan todo el rato. Las cuerdas vocales de la especie no solo imitan a la perfección el estampido de explosivos, sino también los alaridos humanos. La policía allanó la vivienda y a pesar de no encontrar armamento le confiscó el pájaro aduciendo que era ilegal tenerlo.

Quedó el loro que decía michi michi. Este chasqueaba la lengua y cada tanto escupía algún insulto al azar. Permaneció poco tiempo, porque en una tormenta fea un rayo cayó sobre su jaula y la partió al medio.

Así fue cómo el vecino desistió de su hobby. Ya estaban todos sus arbolitos maltrechos. Una mujer que vive llegando a la esquina y fuma porros todo el rato se ofreció a enseñarle sobre el cultivo indoor. Pero él no quiso saber nada de producirlos bajo techo y sacó los despojos a la calle. Solo se guardó uno.

El ambiente después de eso se fue calmando y, aunque casi no se escuchaban ruidos molestos, tocaba soportar, a las ocho de la noche, las imprecaciones puntuales contra los felinos. Juan Pablo llegaba del trabajo y no hallaba su cable a tierra. Era un resentimiento terrible, una retahíla que no escatimaba en groserías y malos deseos y que duraba aproximadamente cuarenta minutos. Algunas veces me irritaba, pero lo toleraba, el pobre estaba arruinado. Cuando colgó el cartel de “Se vende” en la reja, el alivio fue colectivo. A pesar de estimarlo estábamos cansados de los sobresaltos.

Lo último que me contó, rojo de rabia, previo a subirse al camión de la mudanza, fue que cinco días antes había sacado a la calle el último bonsái que le quedaba, el más viejito, y que, desde entonces, no había bajado ni un jodido gato más al patio.

Bastet

Noelia Antonietta nació en Tucumán, Argentina, en mayo de 1981. Se graduó en el profesorado de Lengua y Literatura en 2005. Varios de sus cuentos han sido publicados en diversas antologías. En 2012 ganó un concurso de relatos impulsado por la editorial Colisión Libros, fruto del cual se publicó su primer libro de cuentos El barrio vertical.

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