After the Storm

#cuento

El museo de los recuerdos perdidos

Kaidirah

En un lugar olvidado por el tiempo, existía un museo que albergaba los recuerdos extraviados de la humanidad. Cada sala estaba repleta de objetos que habían sido relegados al olvido, abandonados o destruidos. Las vitrinas contenían desde viejos juguetes hasta cartas amarillentas, cada uno con una historia oculta que esperaba ser redescubierta. Era un espacio sin nombre, donde los ecos de vidas pasadas se mezclaban con el polvo y las sombras, una amalgama de momentos que se negaban a ser olvidados, como si el propio museo fuera un sitio donde los recuerdos se resistían a desaparecer.

Las paredes del museo estaban cubiertas con fotografías desvaídas que nunca habían sido publicadas, retratos de personas que ya nadie recordaba, que ya no estaban. Las cámaras de los tiempos que habían capturado sus sonrisas parecían haberse detenido en la quietud del polvo. Los muebles de la época, desgastados por los años y las manos de quienes alguna vez los usaron, contaban sus historias en los murmullos del aire.

El aire en este museo no olía a polvo, sino a desgarro. A cada paso, los ecos de voces distantes susurraban en los pasillos, y el sonido de los relojes rotos, detenidos en el tiempo de sus dueños, resonaba como una sinfonía melancólica que atrapaba al visitante en una red de recuerdos ajenos. Cada objeto allí parecía respirar con la vida que había tenido, pero también con el vacío de lo que ya no era. Era una mirada al pasado, no con nostalgia, sino con una inquietante sensación de que el tiempo se había apoderado de ellos de una forma tan brutal que ahora todo lo que quedaba era el eco de lo que alguna vez fueron.

Samuel había llegado buscando algo que ya no existía. O tal vez sí. Había escuchado hablar del museo en una conversación insípida, un rumor en la ciudad donde las historias perdían su forma. Pero lo que más le atrajo fue una imagen, una fugaz mención a una cosa, a un concepto: “la última sonrisa de mi madre”. Era lo único que faltaba en su vida. Había recorrido muchas ciudades, revisado álbumes de fotos y preguntado a sus familiares. Pero nada lo había acercado al recuerdo que más deseaba. Aquel instante perdido, que parecía escapársele como agua entre los dedos, lo atormentaba.

El museo se presentó ante él como una respuesta inevitable. Samuel sentía que estaba allí porque algo en su interior le decía que encontraría la clave para recuperar lo que había perdido. Algo lo había guiado hasta ese lugar, aunque no sabía exactamente qué. Tal vez fuera la desesperación. O tal vez el eco de esa última sonrisa, que todavía se revolvía en su mente, susurrando entre las sombras. La última sonrisa de su madre, esa que nunca había visto, pero que él sentía como si hubiera sido la clave para todo lo demás.

Cuando Samuel cruzó el umbral de la puerta, el aire cambió. La pesadez del lugar lo envolvió como una manta. No era una bienvenida cálida, sino la presencia de algo más grande, más oscuro, que lo esperaba. Un guardián lo recibió en la entrada, un anciano con ojos profundos que parecían conocer más sobre el mundo que lo que sus palabras jamás podrían revelar. Su voz era suave, como la caricia del viento, pero cargada de una autoridad que no necesitaba imponerse.

—Bienvenido —dijo el anciano, mientras observaba a Samuel con una mirada que parecía atravesar su ser.

Samuel asintió, incapaz de articular palabra. Sabía que ese museo era el último intento. Si no encontraba lo que había venido a buscar, se resignaría a que tal cosa nunca existió.

El guardián comenzó a caminar, guiando a Samuel por las salas del museo. En cada una de ellas, el visitante era testigo de fragmentos de vidas que se desmoronaban ante él. En una sala, encontró los juguetes de un niño que nunca alcanzó a crecer, sus muñecos rotos como si el tiempo se hubiera detenido justo antes de que pudieran jugar. En otra, descubrió cartas de amor marchitas por la humedad, cuyos textos ya solo eran borrones ilegibles. Había relojes que ya no marcaban la hora y fotografías que se desintegraban al tocarlas. Todos esos objetos parecían vacíos, pero cargados con una melancolía profunda, como si la humanidad hubiera acumulado tanto dolor que ahora todo eso formaba una capa invisible, una costra de lo irrecuperable.

Pero Samuel no estaba allí por esas reliquias. Su mente solo podía enfocarse en lo que había venido a buscar: la última sonrisa de su madre.

Finalmente, llegaron a una sala distinta a las demás. Aquí, los objetos no estaban etiquetados ni organizados. Parecían desbordar de las estanterías, apilados en un caos calculado. Esta sala contenía los recuerdos que habían sido olvidados por la historia, momentos que nadie había registrado pero que aún persistían en alguna parte. Era un caos controlado, una disonancia ordenada que desbordaba el sentido común. Aquí, no había espacio para la nostalgia suave ni la belleza frágil; los recuerdos se acumulaban como fragmentos rotos de almas perdidas.

En el centro de la sala, había un espejo antiguo con un marco ornamentado. Samuel se acercó y vio su reflejo. Pero no era la imagen de su yo actual; el espejo mostraba a un niño con una sonrisa radiante, de pie junto a una mujer que irradiaba ternura. Era su madre, y estaba viva en ese reflejo. No había ninguna duda: esa sonrisa era la última, la que tanto había buscado. Samuel se quedó inmóvil frente a ese espejo, como si el tiempo se hubiera detenido para él en ese instante.

El reflejo del niño en el espejo no solo mostraba una imagen; revelaba un sentimiento, una emoción olvidada que él había cargado durante tanto tiempo sin saberlo. La última sonrisa de su madre no estaba en el museo, ni en una fotografía, ni en un objeto tangible. Estaba allí, en ese reflejo, en la memoria que se había ido desvaneciendo sin que él se diera cuenta. En ese momento, comprendió que lo que había estado buscando no era un objeto, sino la forma en que recordaba a su madre. La sonrisa, ese gesto de amor, no era algo que pudiera ser atrapado y guardado en vitrinas; era un eco que vivía en él, resonando con cada recuerdo.

El guardián, que había observado en silencio, finalmente rompió el hechizo con su voz suave, cargada de compasión.

—Los recuerdos más importantes no se pueden atrapar ni guardar en vitrinas —dijo, como si las palabras ya hubieran estado preparadas para ese momento—. Están en nuestro corazón, esperando a ser recordados cuando más los necesitamos.

Samuel asintió lentamente, como si las palabras del guardián encajaran perfectamente con la revelación que acababa de experimentar. Lo que había perdido no había desaparecido. Estaba allí, en su interior, almacenado en un rincón al que nunca había prestado atención. La sonrisa de su madre, esa última sonrisa, había sido un faro de luz que lo había acompañado toda su vida, incluso en los momentos más oscuros, aunque él no lo supiera.

Al salir del museo, el aire parecía más limpio, más fresco, como si todo lo que había cargado sobre sus hombros se hubiera desvanecido. Samuel ya no sentía la necesidad de seguir buscando. Había encontrado lo que necesitaba, no en un objeto ni en una sala polvorienta, sino en su propio corazón. La última sonrisa de su madre, esa que siempre había sido suya, no se desvanecería. Ahora la llevaba consigo, un recuerdo que nunca más podría perder.

Dejó el museo con el corazón más liviano, con los ojos algo más abiertos. Entendió que no necesitaba buscar más, porque lo que había perdido nunca se había ido realmente. En su interior, la sonrisa de su madre seguía viva, iluminando los rincones oscuros de su memoria.

Mientras Samuel se alejaba, el museo quedó en silencio, aguardando al siguiente visitante que llegaría en busca de algo que creía perdido. El guardián continuó su vigilia, custodiando los recuerdos, sabiendo que algunos volverían a ser encontrados, mientras otros permanecerían escondidos, esperando el momento adecuado para resurgir.

Carolina Almeida

(San José de Minas, Quito, Ecuador) ha incursionado recientemente en la escritura, destacando por su talento narrativo. Su cuento titulado La isla de los reflejos obtuvo Mención en el II Concurso “Palabras Sin Límites”, organizado por el Sello Editorial “Fundación Cultural Edgar Palacios”. Este reconocimiento marca un inicio prometedor en su trayectoria literaria, donde explora nuevos horizontes en la creación de relatos cargados de emoción y reflexión sobre la discapacidad.

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