Papá tiene una picap negra. Se la compró al viejo Beristain, su proveedor de ostiones, que pedía a gritos su retiro. Es que papá tiene una pescadería, en el norte de la ciudad, lejos de donde vivimos con mamá y mi hermana, y hacía falta una camioneta en lugar del Chevy, que sirve para andar por la calle o ir al parque o al centro comercial, pero se apesta si lo llenas de pulpos y camarones. Ahora, con el retiro de Beristain y la venta que nos hizo de su picap, papá compra los ostiones en el mercado de pescados y mariscos.
Yo voy en el copiloto con los ojos apenas abiertos. Es de madrugada cuando vamos. Hay pocos autos aún, y con el volumen bajo en el estéreo, escuchas bien las canciones de los Creedence en la casetera. Regresamos a la pescadería con los ostiones. Me subo a la batea y, con una pala, los echo a las taras de plástico. Después de vaciarla, apesta a sal y a pescado. Los ostiones no son peces, son ostras, pero como los peces, se hallan bajo el mar y huelen igual. A la batea se le puede subir de todo: róbalos, jaibas, mejillones, mojarras.
Lo que más me gusta son los viajes largos para ir por camarones a Tamiahua. Pongo el cassette de los Creedence y subo el volumen. Recargo mi cabeza en el vidrio de la ventanilla y miro la carretera mientras el calor sube adentro de la cabina. Cerca de Tamiahua, el sudor nos cubre las playeras y papá baja por cerveza. Con mis dieciséis años, me deja beber una. Nos tomamos un descanso, recargados en la picap, mientras vemos construcciones de lámina y ladrillos despostillados. Mi hermana y mi madre se quedan en casa. Mamá nos pone sándwiches, plátanos y manzanas para el camino. Al faltar poco para llegar, papá se detiene en un teléfono público y le llama a mamá para decirle que el viaje va bien y que no tenga pendiente, que en una hora como máximo estaremos en Tamiahua y que de paso compraremos alguna fruta de temporada y unas jaibas rechonchas. Así le dice y a mí me gusta escucharle decir “jaibas rechonchas”. Porque estoy a un lado de él para gritarle la despedida a mamá cuando estén por colgar, y lo escucho decir “jaibas rechonchas”. Qué bien suena.
A papá le gustan las malas palabras, aquellas que no se dicen en las convivencias familiares ni en los restaurantes, y las dice mucho y juega con ellas; las pone en oraciones para clarificar una escena del camino, por ejemplo, cuando hay un ciclista sobre la carretera y aún está oscuro, dice que aunque sea se ponga una vela en el fundillo, y yo me río y estoy de acuerdo con la afirmación y la necesidad de la vela en el fundillo del pedaleante.
Los viajes por camarones son de tres veces al mes, por lo menos. Tamiahua queda a siete horas y media de Puebla. Salimos temprano, los jueves, a las dos y media de la mañana cuando casi todos duermen. Me gusta contar los autos que veo pasar, me gusta ver cómo, con el transcurrir de las horas, se va poblando la carretera, con la salida acompasada del sol.
El último viaje del mes nos acompaña Catalina, mi hermana. Mamá se queda sola. El día antes de nuestra salida, a sabiendas de que se quedará en la casa vacía por dos noches, mamá nos llama desde el sillón de la sala de tele, y Catalina y yo no hacemos caso a la primera porque sabemos qué quiere, pero vuelve a llamarnos y terminamos sentados a su lado, cuando ya tiene en sus piernas el álbum de fotos donde nos vemos de muy niños, en traje de baño, en Boca del Río, de cuando íbamos con la mamá de papá. Empieza a decirnos cuánto tiempo hace que no viajamos juntos, y luego se levanta sin decir mucho más y saca su Kodak amarilla; nos pide que hagamos una mueca o saquemos la lengua y nos toma fotos. A mí me gusta el sonido que hace la cámara.
Me gusta la Kodak amarilla. Una vez la tomé sin que se enterara nadie y la devolví a su cajón luego de sacarle fotos a las hormigas que acababan con el jardín y que mamá quería matar, y yo quería tenerlas congeladas en una foto, pero las fotos no salieron, el rollo se veló. Yo no sabía qué era velar; sabía qué era desvelar, y sentí feo por la Kodak, por sentirse desvelada y con sueño.
Cuando vamos juntos, aunque hay espacio en la cabina de la camioneta, Catalina prefiere ir en la batea. Al salir de casa se sube adentro de la cabina, y los tres nos despedimos de mamá y sonreímos para la última foto con la Kodak amarilla; a las dos cuadras, ella se pasa a su lugar favorito. Dice que le gusta que se le enfríen las orejas. A mí no me gusta que se me enfríen las orejas. A mamá no le gusta que viajemos en la batea por carretera.
El viaje de siete horas y media se hace de nueve cuando vamos los tres juntos. Mi hermana es una miona y no puede hacer pipí en botellas de agua vacías como papá y yo, así que hay que detenerse en la gasolinera o en la cuneta y rodearla para que no la vean. Cuando mi hermana nos acompaña, bajamos a un restaurante a pie de carretera. No es que mamá no nos ponga nuestros sándwiches y manzanas y plátanos, es que nos los comemos a eso de las siete, y para cuando llegamos a Tamiahua mi hermana tiene hambre de nuevo. Yo no sé cómo hace papá para mantener los ojos abiertos tanto tiempo. Yo duermo muchas horas por las tardes y aun así puedo dormir la noche entera.
Catalina está en la universidad y trajo a su novia para el viaje a Tamiahua. A mí me gustaban más los viajes de antes, cuando íbamos los tres solos; me gustaba aventarme a la batea para aplastar a Catalina. Ahora pone una colchoneta en la batea, que es más grande, de una Silverado, y se acuesta con Natalia, que no soporta que le caigan encima; lo sé porque la primera vez que nos acompañó, las quise sorprender de un golpe volador, y Natalia se puso a llorar y Catalina me gritó que me largara a la cabina. Papá, por el alboroto, se frenó de golpe y: “¡Chingada madre, se están quietos!”; y Catalina contra papá: “¡No le hables así a Natalia!”. También bajé el volumen a los Creedence, a Natalia no le gustan.
Nunca he sabido por qué mamá no nos acompaña a los viajes; se ha puesto achacosa y dice que por eso no va de viaje, pero cuando teníamos la picap negra tampoco iba, y entonces ella era joven aún.
Papá y ella no se despedían de beso cuando se separaban; me di cuenta hasta el primer viaje en la Silverado, y es que papá dice que el estreno de un auto merece darse amor, de besos, y no le dio de besos a mamá, ni ella a él. No había visto que solo se daban un abrazo fuerte al despedirse en cada viaje.
Mamá ahora hace el lunch para los cuatro y le pide a Natalia que duerma en casa la noche antes de irnos. Nos sienta en el sillón de la sala de tele, saca el álbum de las fotos de la primera Navidad en que estuvo Natalia con nosotros y miramos la del pastel que llevó de postre y que nadie se comió por lo amargo del chocolate. A Natalia le caga el azúcar, como a mí me caga ella, y se lo dije, y papá dijo que solo se caga en el baño, y me reí. Catalina nos dejó de hablar por un mes.
Mamá cayó enferma. La cuidé dos noches en el hospital y me acordé de las noches en que ella se quedaba sola mientras viajábamos. La primera noche en el hospital me corté las uñas de las manos porque al día siguiente tenía examen de derecho mercantil y la maestra odiaba las uñas largas. Llevé mis libros para estudiar; los puse encima de la cama donde estaba mamá, y ella sacó su Kodak amarilla y les tomó fotos. Yo saqué mi celular e hice una foto a mamá tomando la foto de los libros. Catalina llamó la segunda noche desde Xalapa, donde se fue a vivir con Natalia hace un año, para preguntar cómo estaba mamá. Le dije que no la darían de alta como habían dicho; el doctor ordenó que tenía que quedarse una noche más. Catalina me preguntó por papá: “Mañana es viaje a Tamiahua y sabes que no cambia la agenda”; colgó.
Subimos la silla de ruedas de mamá a la cajuela de mi Jetta. Mamá va en el asiento del copiloto. Vamos a Boca del Río, ella y yo. Amalia, mi mujer, se quedó en casa con nuestra hija de cinco meses. Cuando pasamos el primer peaje y entramos a la autopista, mamá saca el lunch: sándwiches, manzanas y plátanos para dos. Me pasa un sándwich y le da una mordida al suyo sin ganas. Baja el cristal de su ventanilla y toma fotos a los puestos de elotes asados a pie de carretera; me pide que baje la velocidad para que salgan mejor las señoras detrás de los anafres. Guarda la Kodak en su bolsa de mano y toma el cedé de los Creedence y lo pone a volumen alto. No solo ha perdido la movilidad por culpa de la artritis; la vejez se está llevando también su oído. Aunque le importa poco y solo sube más el volumen.
Papá me llama al celular para saber de nuestro viaje. “Bien, ya en Boca del Río”. Me pregunta por mamá. Le digo que sus dolores los aguanta con los analgésicos, pero la dosis es muy alta y no soporta el estómago. Escucho la voz de Frida, su pareja; ellos van a Tamiahua. Frida me saluda. Me despido de papá. No tomamos cerveza recargados en la batea desde hace veinte años. El olor a ostras no me gusta en los trajes que uso para ir a los tribunales.
Pasé por la pescadería hoy y estaba cerrada. Bajé del auto para asomarme por el cristal de la ventana que da a la caja. A papá le gusta llegar de madrugada para hacer el inventario y sacar del congelador los filetes que ocupará para el servicio. No lo vi. Subí al auto y encendí las luces. Puse reversa. En la parte alta vi un anuncio de “Se vende”. Desde la muerte de mamá no lo había visitado. Papá no estuvo en el funeral de mamá y no cumplimos con su último pedido: poner nuestras fotos favoritas en su ataúd. Se quedó en la casa que tiene en Tamiahua. “No me da tiempo de llegar y si viajo de noche es muy riesgoso”, me dijo. Catalina echó la foto de ella y Natalia mordiendo aquel pastel de Navidad, a escondidas de su nueva esposa. Yo eché la de mamá tomando la foto de mis libros.
El viernes salí por mi hija a casa de su madre. No dejaba de pedirme que la llevara a Tamiahua desde que encontró el álbum de fotos de su abuela. Salimos en la picap negra de segunda mano que le compré a un amigo. Ella se recarga en la ventanilla, mira la calle aún sola. Yo pongo a los Creedence.
(Puebla, México, 1982) es cuentista y narrador que mantiene viva su pasión por inventar historias, un hábito que inició a los ocho años. Con un estilo que mezcla la nostalgia y el humor, disfruta de escuchar música en un reproductor de CDs, masticar chicle sabor plátano y cerrar los ojos para escuchar el crujido de una bolsa de papel estraza al arrugarse.
Sus textos han sido publicados tanto en material físico como en medios digitales. Entre ellos destacan colaboraciones en la revista española La gran belleza, en la antología Historias de las historias compilada por Alberto Chimal, y en la revista digital Monodemonio. Su narrativa, cargada de ingenio, demuestra que algo de sus “mentiras” tiene su gracia.