Miguel y Marta, en su aniversario, se sentaron en la banca en la que se enamoraron en incontables tardes y noches, la misma que a veces está desocupada y otras veces es invadida por niños que la imaginan un barco, un tanque o una fortaleza, mientras la alegría se desparrama.

—Vamos a contarnos el secreto que no nos hemos dicho aún —se juraron, ingenuos, y se miraron con adoración a los ojos.
—Entre nosotros no hay ni habrá misterios, ¡jamás! —asintieron. Se dedicaron un beso para darse valor y se agarraron de las manos, confinados.

—Bueno —empezó Marta—. Amor, ¿te acuerdas de ese amigo que me molestaba mucho, el fulano? Pues sí, sí pasó algo.

El acuerdo consistía en no exigir detalles, y él se quedó pensando en ese “algo” que fue desolándolo en el parque de aquel domingo soleado.

—Bien —era su turno—. ¿Recuerdas a la fulana, la del trabajo? Sí, me enamoré de ella; iba a dejarte, pero ya tenía flaco.

“El acuerdo, recuerda el acuerdo”, pensó ella, mientras fingía una sonrisa grande que no encajaba en su rostro, que no cuadraba con ese día perfecto.

¡Qué valor! Al fin, los dos quedaron para verse más tarde y celebrar el cuarto aniversario de su amor sincero. Se dieron un beso que no era igual al de ayer ni al de anteayer y abandonaron la banca por distintas veredas.