After the Storm

#cuento

Relato de una alabanza

Guillermo Ríos Bonilla

Hace poco salimos de nuestros hogares y dejamos solitario cualquier espacio donde pudiéramos estar. Iniciamos una larga caminata, y al final nos reunimos junto al enorme altar que construimos a nuestros dioses, adornado con estatuas como columnas y fortalecido a su alrededor.
Poco a poco nos acercamos de manera individual y depositamos a los pies de las estatuas la ofrenda que era de su agrado. Oramos y pedimos por nuestro bienestar, y para que el futuro siempre fuera próspero. La fila parece muy extensa, como lejano se me hace el recuerdo de cuando nuestros dioses descendieron.
En esa ocasión nadie fue ajeno al asombro que se apoderó de El Lugar. La fortuna me eligió para ser el primero en saberlo y en divulgar la noticia. Fueron tiempos en los que el alcohol y yo éramos muy buenos amigos. Llevaba algunas horas bebiendo y caminaba sin rumbo fijo.
Iba conversando conmigo mismo y permitía que el viento de los alrededores aireara mi cara. Paso a paso y trastabillando un poco, me fui alejando hasta que del paisaje solo se escuchaban los sonidos de animales, que los árboles abrazaban con su frescura. Me detuve un momento, porque pensé que me había alejado mucho y volví sobre mis pasos.
A unos metros de donde había dado vuelta, una luz cegó mis ojos. Por un momento el resplandor fue tan intenso que tuve que cerrar los ojos y tratar de abrirlos lentamente. Cuando pude distinguir algo, vi a unos seres altos que descendían protegidos por ese brillo que cegaba. Me dije que la bebida era la causa de alguna clase de alucinación o que tal vez estaba adulterado el licor que había consumido, y por eso, en un principio, no le presté mucha importancia.
Pero al querer atravesar la visión con mi cuerpo, pues pensé que era una simple alucinación fácil de quitar de mi mente, tropecé con alguien que me arrojó de bruces fuera del camino. De inmediato, el licor se fue de mi mente por completo y la sobriedad regresó a mi cuerpo. Sentí en mi cuerpo unas manos que me levantaban y mis oídos escucharon palabras incomprensibles. Fue tanto el miedo que emprendí la huida a toda carrera y regresé a El Lugar.
—¡Allá, unos seres extraños… resplandecientes… en el bosque! ¡Se acercan! ¡No son… como nosotros! —mi respiración agitada apenas me permitía expresar gritos entrecortados y líneas difusas.
—¡Borracho! ¡Mentiroso! —no me creyeron y se burlaron de mí con estruendosas carcajadas.
—¡Síganme! ¡Para que vean! —los reté, para que vieran que no era un mentiroso ni que todo era un efecto del alcohol, pero no logré convencerlos.
Decepcionado regresé al bosque. Hasta yo mismo empecé a dudar de lo que había visto. Pero a medida que me acercaba, vi a los recién llegados conversando entre sí. Cuando se dieron cuenta de mi presencia, interrumpieron sus palabras.
Con señas logré entender lo que trataban de decirme:
—Sí, con gusto… yo su guía —les dije, recobrando la confianza en mí mismo.

Cuando llegué con ellos a El Lugar, no existían palabras para describir la cara de asombro de los lugareños en esos momentos. Mi reputación de borracho mentiroso se borró al instante. Y desde entonces, los recién llegados fueron llamados: Nuestros Dioses.
Ellos siempre sonreían con aire de muy buenos amigos, y nos saludaban y hablaban con palabras que jamás habíamos escuchado.
—¡Así deben hablar los dioses! —eran los comentarios más comunes entre los lugareños.
Sus pieles eran blancas, sus cuerpos altos y fuertes, sus cabellos rubios como el oro, y el resplandor de sus cuerpos cegaba la luz del sol al rozar los rayos sobre sus pieles.
Los acogimos como es propio de los inmortales, como héroes que llegan victoriosos de sus hazañas en tierras extranjeras. Sentíamos un entusiasmo en los corazones, y de rodillas nos abalanzamos a sus pies implorando piedad y perdón para congraciarnos con ellos y con su potestad.
Varios de nosotros no se atrevían a hablar temiendo alguna represalia divina. Éramos ingenuos, inocentes y creíamos en todo, todo nos atemorizaba, el avance de los tiempos y las huellas de experiencias anteriores no nos habían hecho cambiar. Pero yo, con algo de licor en mi cabeza, erguí mi pecho y con un ímpetu increíble, dije:
—¡Bienvenidos sean entre nosotros!
Mi actitud espontánea fue como un disparador que animó a los tímidos y supersticiosos lugareños. Todos expresaron alegría con gritos y muchos aplausos, y sentimos que los recién llegados se hacían más y más grandes. Estábamos extasiados.
Uno de ellos habló sin que nadie lograra comprender una sola de sus palabras. Más tarde sabríamos que fueron frases alegres y agradecidas, y que una de las cosas que habían dicho era:
—Levántense y sígannos, que nosotros haremos de ustedes hombres de verdad.
Así empezó la fiesta de su bienvenida. Decidimos en consejo construir un sitio para que desde ahí nos dirigieran sus favores. El edificio era un hermoso templo con altares, estatuas y todo cuanto objeto digno de ritual pudiera albergar.
Allí, Ellos se establecieron y les delegamos nuestro gobierno: tendrían mucho peso en cada una de nuestras decisiones. Fue un acuerdo que todos aceptamos por unanimidad, porque estábamos ávidos de su sabiduría. Después enviamos a algunos heraldos a todos los demás sitios vecinos para hacerlos partícipes del magno acontecimiento.
Así fueron anexándose más y más personas en amistad, en sociedad y en territorio, compartiendo las mismas impresiones sobre Nuestros Dioses: nos parecían los más altos, los más hermosos, los más sabios y los más indignos de posarse en los aposentos que les ofrecimos.
Las mujeres diestras en el arte de coser compraron las mejores telas a los comerciantes y viajeros y emprendieron la ardua labor de fabricarles trajes a su medida. Las que sabían de culinaria, prepararon desde ese día los más exquisitos manjares con los productos que extraíamos de la tierra y con los animales que acostumbrábamos sacrificar. Aquellas que eran hábiles y entendidas en las artimañas de la belleza, los bañaron, secaron, peluquearon, cepillaron, impregnaron de bálsamos y perfumes y acicalaron con pulcritud sus frágiles manos y sus pies.
Las que tenían una dulce voz y sabían tañer con destreza algún instrumento amenizaban la faena con sus melodiosas gargantas. Las que demostraban agilidad para el baile y las danzas en nuestras ceremonias agradaban con el contoneo de sus cuerpos al ritmo y compás de la música. Y las que sabían agradar con dulces caricias tendrían la oportunidad de demostrarles sus talentos una vez que la noche impusiera su habitual dominio.
De esta manera quedó distribuida la función de las mujeres, y ellas estuvieron dichosas de servir a Nuestros Dioses. Los hombres tuvimos que hacer otras actividades, como aprender el conocimiento divino que nos venían a ofrecer. Después fueron sentados en sus tronos. Cuando nos acercamos a contemplarlos, no dejamos de derramar lágrimas de éxtasis ante la divinidad de esos sublimes seres. Nos arrodillamos, les besamos los pies y las manos, inventamos plegarias y los veneramos con el místico fervor que pueden demostrar unos fieles verdaderos. Les formulamos unas y muchas preguntas, a las que les correspondieron unas y muchas respuestas que brotaban de sus labios, maravillándonos con su incomparable sabiduría.
Pasamos a un convite donde el vino y los manjares que las mesas ofrecían empezaron a circular de mano en mano y de boca en boca. El vino desplegó, así, la locura y agrandó los lazos afectivos entre nosotros y Nuestros Dioses. Se forjaron muchos planes y se idearon muchos proyectos, mientras la felicidad y la prosperidad se desplegaban para todo nuestro futuro. Y entonces alguien entusiasmado gritó:
—¡Benditos sean y están con nosotros!
La noche hizo del festín la locura del baile en el que todos terminamos exhaustos.
Y así fue durante tres días y tres noches.
Al alba del cuarto día, una sensación de novedad flotaba en el ambiente. El buen ánimo desplazó el malestar que produce tres días desaforados de fiesta y celebración. Muy temprano, Nuestros Dioses estuvieron de pie, saludables, radiantes, luciendo los trajes dignos de su categoría. Convocaron a los hombres.
Con las pocas frases que lograron aprender nos regalaron las nuevas enseñanzas y empezaron a instruirnos. Aunque éramos lentos en comprenderlos, sabíamos que con paciencia y mucha constancia llegaríamos a dominar todo lo que Ellos estaban dispuestos a ofrecernos.
Primero nos enseñaron su extraña forma de hablar. Al principio fue difícil familiarizarnos con las nuevas palabras y expresiones. Ellos nos explicaban y corregían como verdaderos profesores, mientras embelesados aprendíamos con voracidad, aunque muchos convirtieron las dos lenguas en un gracioso híbrido. También nos decían que “la vida y la esencia de la existencia estaban enmarcadas por la necesidad imperante de dirigir esfuerzos hacia aquello que nos proporcionara beneficios, para así obtener otros mucho más abundantes”. No recuerdo cómo llamaron a ese sistema, pero sí funcionó muy bien. Desde ese momento todo tuvo un nuevo valor. Nosotros no sabíamos apreciar nada.
También nos decían que venían de una tierra de la libertad y de las muchas oportunidades; y que por eso éramos libres y siempre lo seríamos y obtendríamos, si seguíamos sus consejos, iguales oportunidades.
Con el transcurso del tiempo nuestra vida cambió. Fue progresivo y constante. Nos legaron sus costumbres, su música estruendosa, sus gustos y actitudes, y asimilamos también sus expectativas frente a la existencia. Todos cambiamos al estilo de Nuestros Dioses. Estábamos tan agradecidos que bendecimos cada uno de sus dones.
Recuerdo también que eligieron unos discípulos especiales para expandir todas las manifestaciones de su cultura. De esta manera, nuestro Lugar fue digno de sus enseñanzas por mucho tiempo. Nuestro futuro fue y es tan próspero que intentar negarlo es no reconocer su amplio poder.
¡Oh fatal retorno de Nuestros Dioses! Un día antes de su partida, nos enseñaron a dar gracias por los beneficios recibidos. Nos reunieron y hablaron. De sus palabras emanaba todo el cariño que unos padres pueden ofrecer a sus hijos. Antes de despedirse nos dieron una goma de mascar, como símbolo sagrado, cuando hiciéramos la acción de gracias. Después nos dijeron que nuestros gobernantes serían sus más fieles seguidores y que en ellos quedaba plasmada su divinidad.
Una última cosa fue que cada año en procesión debíamos venir a congraciarnos con Ellos. Los seguimos hasta una colina y los vimos ascender lentamente, cubiertos por una densa nube, acompañados con nuestras oraciones y llantos. Pero también sentíamos alegría, porque sabíamos que siempre estarían entre nosotros al recordar su legado. Hoy, en este día de acción de gracias, se cumple un día más de su ascensión. Admirar la multitud deshace en sentimientos mi corazón. Pronto me tocará el turno y me postraré gustoso ante el altar para dejar la goma de mascar sagrada junto a los pies de sus estatuas y continuar adorándolos por siempre.

Guillermo Ríos Bonilla

Guillermo Ríos Bonilla (1976). Nacido en Florencia-Caquetá, Colombia. Naturalizado mexicano en 2004. Escritor colombo-mexicano. Ha sido profesor, investigador, traductor, subtitulador y corrector de estilo. Ha publicado los libros: Réquiem por un polvo y otras senXualidades; Burbujas de aire en la sangre; Los vástagos del ocio e Historias que por ahí andan. Ha ganado reconocimientos en concursos literarios en Colombia, México y Argentina.

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