Sumido en mis pensamientos, que me trasladan a mejores tiempos algo olvidados, paseo por una brumosa calle de esta inhóspita ciudad en la que, ya hace tiempo, decidí pasar el resto de mi vida.
Tratando de volver de mis recuerdos, intento sobrevivir a la vorágine urbana que me engulle al salir de casa. Me detengo en un semáforo que me impide cruzar de acera, y mi mirada se posa sobre las sucias y anchas líneas blancas pintadas en el suelo de la calzada. Estas se me antojan barreras gigantes, insalvables, que no me dejan pasar al otro lado y que, a su vez, son sometidas y aplastadas cada segundo, una y otra vez, por una manada de feroces fieras de metal que, contaminando y atronando el aire con sus modernos rugidos, intentan ser las primeras en llegar a ninguna parte.
No sé cuánto tiempo llevo aquí, quieto, sin mover un músculo de mi anciano y castigado cuerpo, esperando a que una señal, una tenue luz sobre un poste que solo intuyo a lo lejos, por culpa de la niebla y mi delicada vista, me indique que puedo atravesar al otro lado.
Pero, ¿al otro lado de dónde? —me pregunto, absorto, con la mirada fija y perdida en la nada.
Mi mente se deja llevar por lo difuso de mi existencia a lo largo de tantos años, y pienso que ya no quiero cruzar más veces, ni de este lado al otro, ni de aquel a este. Sé que cuando estoy aquí imagino el paraíso que existe en aquel lado, pero al llegar ahí descubro que ya no está; nunca lo he conseguido encontrar. También sé que, cuando he cruzado, giro mi cabeza y, con nostalgia, intento divisar la gloria que dejé atrás, aunque me doy cuenta de que realmente tampoco existía allí.
Aquí, parado, me rodean personas que, como yo, piensan que en aquel lado está su futuro inmediato, que han de darse prisa para ir a buscarlo. Esperan el momento, la oportunidad de lanzarse hacia allí creyendo encontrar lo que no tienen o lo que en este lado han perdido, pero no saben que es inútil, que cuando lleguen, ansiosos por encontrar lo que buscan, tendrán que volver a cruzar a otro lado diferente porque lo que anhelaban hallar tampoco existe ahí donde han llegado. Y así ocurrirá siempre, una vez tras otra.
¡Ahora! Es el momento. Ha cambiado la luz; la contaminante manada de bestias salvajes sobre cuatro ruedas se ha detenido, cediéndonos paso. Es la señal que esperaban todos. Como posesos, se lanzan hacia las líneas blancas que separan un lado del otro, ensuciándolas con sus urbanas pisadas.
De pronto levanto la vista y mi mente se paraliza al descubrir frente a mí, sobre el poste de metal que alberga las luces roja y verde, un pájaro negro que, dirigiendo su mirada hacia las impacientes fieras metálicas, parece hipnotizarlas, dispuestas a ejecutar cualquier orden suya. Mi mente se bloquea, ocurre algo que no puedo controlar. Me siento mal y soy incapaz de cruzar. Tengo miedo. Por algún motivo que ignoro, presagio un desastre cercano y siento que este será el último cruce.
Valiente, me atrevo a dar unos tímidos pasos con poca decisión. Alcanzo la tercera línea blanca, pero soy un anciano y esta vez creo que no voy a llegar al final. Siento que ya no me queda tiempo para casi nada. Miro a cada lado y, atravesando con mis ojos la niebla que me envuelve, espero que alguien me tienda una mano.
Todos pasan cerca, deprisa. Me atropellan y caigo al suelo. Pido auxilio levantando mi mano izquierda y apoyándome con el bastón en la otra, pero nadie me ve. Están ciegos, intentando alcanzar el otro lado cuanto antes, y no pierden el tiempo en alguien con tan poco interés como yo.
Miro sus rostros: gestos de indiferencia y desprecio. Parecen darse cuenta de que he tirado la toalla, de que mi deseo es no volver a cruzar más. Me resigno y no malgasto fuerzas. Agacho la cabeza y me dejo caer sobre una de las líneas blancas, que me acoge, agradecida por haberla elegido en mi último cruce. Está a punto de volver a cambiar de color la luz del semáforo, y la manada vuelve a rugir con fuerza. No tengo escapatoria. Cierro los ojos. No me quedan arrestos para reaccionar, y me dejo llevar. Entonces siento una lágrima resbalar por mi rostro y caer sobre el dorso de mi mano izquierda, que, apoyada en el suelo, aplasta la línea blanca del paso de cebra. Oigo el rugido animal de las máquinas: ensordecedor.
Vuelvo a abrir los ojos en el preciso momento en el que el pájaro negro alza el vuelo. Al instante, la luz del poste de metal cambia de color y provoca la estampida de las fieras, que arrancan a toda velocidad sin haber visto a este anciano tendido, pidiendo clemencia. De repente oigo alaridos humanos, gritos de pánico, chirridos de ruedas muy cerca de mí frenando bruscamente sobre el asfalto, y un choque brutal entre carrocerías metálicas que se desplazan violentamente hacia donde me hallo. Chillo y grito con toda mi alma, con las escasas fuerzas que me quedan, pero el impacto es bestial. Veo, con la celeridad con la que a veces se presenta la muerte, cómo viene hacia mí un enorme globo oscuro que, al chocar con mi cabeza, lo invade todo de negro.
De pronto abro los ojos. No sé dónde estoy. El trágico escenario de hace un momento ha desaparecido. A través de la bruma gris que lo envuelve todo, adivino a lo lejos una tenue luz blanca. Cada segundo que transcurre, avanza hacia mí. Ya parece más nítida y va inundando este escenario en el que me hallo, y que, lejos de hacerme sentir incómodo, me llena de un extraño gozo. No puedo explicarlo, pero siento cierta comunión con lo que está ocurriendo, como si yo formara parte de este todo al que he llegado no sé muy bien de qué manera.
Invadido por este sosiego y sin comprender, avanzo hacia el origen de la luz y, poco a poco, mi ser se va diluyendo, mezclando e integrándose en esta catarsis de paz universal. Sorprendido, me doy cuenta de que he llegado al lugar con el que siempre soñé: ya estoy en el otro lado.
Aficionado a la escritura nací en Badajoz, España, el 13 de junio de 1960. Tengo dos novelas publicadas y dos poemarios, el último se titula “Versos Despistados”.